dissabte, 22 d’octubre del 2011

Miau



¡Qué pequeñaja eras cuando te vi por primera vez! No podíamos dejar de mirarte…estabas tan graciosa en aquella cajita mientras todos hablaban de ti y tú los mirabas con tus ojos asustados. Figúrate que no había forma de encontrarte un nombre con tantísima gente que vino a verte… Te acabamos llamando Gremblina. Dicen que los gatos se adaptan muy rápido al sonido de la vocal i. Bien, fue mi madre quién impuso llamarte así por tus orejitas afiladas. La verdad es que no sé por qué al cabo de los años todos te llamamos Gremblin pues no deja de ser un nombre horrible y para más inri masculino.
Cuando teníamos aquella alfombra tan grande en el comedor, subías del piso de abajo como una loca para afilarte las uñas en ella. Ahora que ya la hemos quitado, te quedas siempre en la entrada, algo desconcertada, pensando qué hacer. Eso sí, ventana que ves abierta, ventana que no se te resiste. Puedes pasarte las horas mirando el cielo, la calle y la gente. Sentada en el alféizar, con las pupilas pequeñas como un punto, te dejas besar por el sol. Si la puerta del patio no está cerrada subes por las escaleras hacia los tejados. ¡Vete tú a saber qué haces por ahí! Bien, puedo suponerlo por las dos camadas que has tenido.
Uno de los momentos más felices y tristes es justamente cuando fuiste madre. Si te hubiesen dejado hubieras sido toda una madraza. Se nos rompió el corazón cuando por primera vez llamabas a tus gatitos día tras día sin saber que los habíamos tenido que regalar. Fue tanta la pena que en tu segunda camada insistí en quedarnos con Tom, tu hijo anaranjado y juguetón. Recuerdo lo mucho que lo limpiabas y lo orgullosa que te estabas. Parece que sonríes y todo en las fotos. No entiendo cómo apareció muerto debajo de un coche en la calle. A ver quién era el valiente que te hacía saber que se había escapado y le había pisado la mala fortuna.
Te irrita que te acaricien del lomo hacia abajo, que jueguen contigo cuando no te apetece, que te obliguen a ser sociable con otros gatos, que te saquen de tu espacio, que intenten quitarte los pelos muertos con un peine y que no te hagan caso cuando nos ves comer a los demás. Te encanta sorprendernos, ronronearnos entre los tobillos para pedirnos comida, subirte encima nuestro cuando nos ponemos la manta, darnos besos cuando nos estamos durmiendo, oler nuestro pelo, que te acaricien la cabeza, el morro y pasarte las horas durmiendo en el sofá o en los pies de mi cama. Nos gusta saber que nos reconoces y nos avises desde la ventana con un Miau al vernos llegar. Conoces incluso el ruido que hacen nuestros coches. 
Aquí te tengo, a mi lado, en el sofá, con la cara seria pero con el alma sonriendo. Y ahora te voy a leer lo que te he escrito. Espero que te guste.


dimecres, 12 d’octubre del 2011

Y sin pensarlo, cedió


Las diez y cuarto de la noche. La iglesia estaba abierta y sin pensarlo ni un segundo entró. Las luces eran muy tenues pero algo le llevó a arrodillarse delante del altar. La virgen se alzaba presidiendo el templo. No podía creer que la desesperación le hubiese empujado a entrar en un lugar como ése. No creía en nada más allá de lo empírico y la certeza visual que propicia un papel que arde al encenderlo. Su ateísmo era tan extremo que le resultaba esperpéntica la idea de estar arrodillado ante una estatua tan fría e inverosímil como la que tenía delante. Desde que su uso de razón le había dado la oportunidad de pensar, había refutado las ideas tan estúpidas que la iglesia y los libros espirituales predicaban sobre el más allá de la vida terrenal. Pero allí estaba, arrodillado, delante de la virgen, en un sollozo de angustia y desesperación tan avanzada que no daba paso a lógica ninguna.

Juntó las manos y sin saber rezar intentó recordar el “padre nuestro”. Pese al intento acabó inventando la plegaria. No entendía qué hacía una iglesia tan vacía con las puertas abiertas a esas horas de la noche. Le resultaba incómodo pensarlo pero se desvaneció cualquier sentimiento racional cuando la pena de una existencia tan frágil volvió a recordarle su desestabilizada categoría de ser humano en un lodo sangriento repleto de las heces de su propia desdicha.

Ave María, escúchame. Soy como una vela que no aprende a ser encendida con la llama de una mísera intención. La vida que se me ha regalado se ha convertido en una guarida de marionetas quemadas por la vanidad de la traición y la sempiterna humildad del que sabe mentir a tientas de los demás con las máscaras de un carnaval desolado. Bien sé que nunca he sentido sentirte bien ni saber saberte mal mas el ser humano guarda siempre a escondidas una última carta a sabiendas de que incluso perjurando no ser lo que los demás quieren que seas, puedes llegar a predicar en momentos como éste. Figúrate mis viscerales intenciones de huir de mí mismo para volver a buscarme de nuevo en este templo. Maldita la intención y la hora en la que me figuré como esclavo de las pretensiones de los demás. ¿Quién podrá cortar los hilos que sujetan mis manos, mi cabeza y mis pies? Deseo huir donde irradie la desvergüenza de ser y dejar ser a los que a borbotones de vida no pululan. No puedo cargar con tanta mentira a mis espaldas. No puedo sobrellevar el peso de esta armadura de metal estropeada por los golpes que la vida me propicia al recordarme que no sé vivir conmigo sino que existo para los demás. Deseo sentir, encontrarme, saber que jugando a la incertidumbre un día volví a ser quien debo ser. Por favor, devuelve la ficha negra al principio del tablero convertida en el verde que tantas y tantas veces he prometido imaginar.

Jorge levantó sus rodillas pesadas y se apoyó en la madera para ponerse de pie y dejar de balbucear. Para su sorpresa las horas no habían pasado. Seguían siendo las 10 y cuarto de la noche y supo tocar la jubilosa sensación de unas lágrimas. ¡Él no sabía lo que era llorar!

Entre la abrumadora asfixia del que llora como un niño algo llamó su atención. La estatua que al principio le había resultado inerte y descuidada encima del altar, le sonrió.