Las diez y cuarto de la noche. La iglesia estaba abierta y sin pensarlo ni un segundo entró. Las luces eran muy tenues pero algo le llevó a arrodillarse delante del altar. La virgen se alzaba presidiendo el templo. No podía creer que la desesperación le hubiese empujado a entrar en un lugar como ése. No creía en nada más allá de lo empírico y la certeza visual que propicia un papel que arde al encenderlo. Su ateísmo era tan extremo que le resultaba esperpéntica la idea de estar arrodillado ante una estatua tan fría e inverosímil como la que tenía delante. Desde que su uso de razón le había dado la oportunidad de pensar, había refutado las ideas tan estúpidas que la iglesia y los libros espirituales predicaban sobre el más allá de la vida terrenal. Pero allí estaba, arrodillado, delante de la virgen, en un sollozo de angustia y desesperación tan avanzada que no daba paso a lógica ninguna.
Juntó las manos y sin saber rezar intentó recordar el “padre nuestro”. Pese al intento acabó inventando la plegaria. No entendía qué hacía una iglesia tan vacía con las puertas abiertas a esas horas de la noche. Le resultaba incómodo pensarlo pero se desvaneció cualquier sentimiento racional cuando la pena de una existencia tan frágil volvió a recordarle su desestabilizada categoría de ser humano en un lodo sangriento repleto de las heces de su propia desdicha.
Ave María, escúchame. Soy como una vela que no aprende a ser encendida con la llama de una mísera intención. La vida que se me ha regalado se ha convertido en una guarida de marionetas quemadas por la vanidad de la traición y la sempiterna humildad del que sabe mentir a tientas de los demás con las máscaras de un carnaval desolado. Bien sé que nunca he sentido sentirte bien ni saber saberte mal mas el ser humano guarda siempre a escondidas una última carta a sabiendas de que incluso perjurando no ser lo que los demás quieren que seas, puedes llegar a predicar en momentos como éste. Figúrate mis viscerales intenciones de huir de mí mismo para volver a buscarme de nuevo en este templo. Maldita la intención y la hora en la que me figuré como esclavo de las pretensiones de los demás. ¿Quién podrá cortar los hilos que sujetan mis manos, mi cabeza y mis pies? Deseo huir donde irradie la desvergüenza de ser y dejar ser a los que a borbotones de vida no pululan. No puedo cargar con tanta mentira a mis espaldas. No puedo sobrellevar el peso de esta armadura de metal estropeada por los golpes que la vida me propicia al recordarme que no sé vivir conmigo sino que existo para los demás. Deseo sentir, encontrarme, saber que jugando a la incertidumbre un día volví a ser quien debo ser. Por favor, devuelve la ficha negra al principio del tablero convertida en el verde que tantas y tantas veces he prometido imaginar.
Jorge levantó sus rodillas pesadas y se apoyó en la madera para ponerse de pie y dejar de balbucear. Para su sorpresa las horas no habían pasado. Seguían siendo las 10 y cuarto de la noche y supo tocar la jubilosa sensación de unas lágrimas. ¡Él no sabía lo que era llorar!
Entre la abrumadora asfixia del que llora como un niño algo llamó su atención. La estatua que al principio le había resultado inerte y descuidada encima del altar, le sonrió.
ooooooooohhhhhhhhhhh que bonitas imágenes!!
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