¡Qué pequeñaja eras cuando te vi por primera vez! No podíamos dejar de mirarte…estabas tan graciosa en aquella cajita mientras todos hablaban de ti y tú los mirabas con tus ojos asustados. Figúrate que no había forma de encontrarte un nombre con tantísima gente que vino a verte… Te acabamos llamando Gremblina. Dicen que los gatos se adaptan muy rápido al sonido de la vocal i. Bien, fue mi madre quién impuso llamarte así por tus orejitas afiladas. La verdad es que no sé por qué al cabo de los años todos te llamamos Gremblin pues no deja de ser un nombre horrible y para más inri masculino.
Cuando teníamos aquella alfombra tan grande en el comedor, subías del piso de abajo como una loca para afilarte las uñas en ella. Ahora que ya la hemos quitado, te quedas siempre en la entrada, algo desconcertada, pensando qué hacer. Eso sí, ventana que ves abierta, ventana que no se te resiste. Puedes pasarte las horas mirando el cielo, la calle y la gente. Sentada en el alféizar, con las pupilas pequeñas como un punto, te dejas besar por el sol. Si la puerta del patio no está cerrada subes por las escaleras hacia los tejados. ¡Vete tú a saber qué haces por ahí! Bien, puedo suponerlo por las dos camadas que has tenido.
Uno de los momentos más felices y tristes es justamente cuando fuiste madre. Si te hubiesen dejado hubieras sido toda una madraza. Se nos rompió el corazón cuando por primera vez llamabas a tus gatitos día tras día sin saber que los habíamos tenido que regalar. Fue tanta la pena que en tu segunda camada insistí en quedarnos con Tom, tu hijo anaranjado y juguetón. Recuerdo lo mucho que lo limpiabas y lo orgullosa que te estabas. Parece que sonríes y todo en las fotos. No entiendo cómo apareció muerto debajo de un coche en la calle. A ver quién era el valiente que te hacía saber que se había escapado y le había pisado la mala fortuna.
Te irrita que te acaricien del lomo hacia abajo, que jueguen contigo cuando no te apetece, que te obliguen a ser sociable con otros gatos, que te saquen de tu espacio, que intenten quitarte los pelos muertos con un peine y que no te hagan caso cuando nos ves comer a los demás. Te encanta sorprendernos, ronronearnos entre los tobillos para pedirnos comida, subirte encima nuestro cuando nos ponemos la manta, darnos besos cuando nos estamos durmiendo, oler nuestro pelo, que te acaricien la cabeza, el morro y pasarte las horas durmiendo en el sofá o en los pies de mi cama. Nos gusta saber que nos reconoces y nos avises desde la ventana con un Miau al vernos llegar. Conoces incluso el ruido que hacen nuestros coches.
Aquí te tengo, a mi lado, en el sofá, con la cara seria pero con el alma sonriendo. Y ahora te voy a leer lo que te he escrito. Espero que te guste.
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